martes, 15 de octubre de 2013

Punto de no retorno (I)

Todos hemos sido críos. Supongo que casi todos hemos sido indolentes, inseguros, inquietos... Yo, desde luego, sí. Y hemos ido transitando por distintas etapas de la vida. También por esa tan incierta que denominamos “Edad del pavo”.

Aquel día tocaba dentista. Huelga decir la tirria (compartida por todos mis coetáneos) que le profesaba a este especialista médico. Tengan en cuenta que en aquella época, cuando yo era un crío, no existían los avances tecnológicos que hay ahora. Los odontólogos no disponían de un spray que se aplicara en la encía para que la inyección anestésica fuera indolora. De hecho, ni siquiera la anestesia era tal, porque en más de una ocasión sentí en mis propias carnes, mejor dicho, en mis propias piezas dentales, la temida punzada. Ese momento en que el profesional está trasteando en tu cavidad bucal, exactamente perforando, y tú, se supone que anestesiado, estás notando que lo está haciendo. Percibes además que está excavando, que cada vez profundiza más. Algo que no es exactamente el dolor te dice que está taladrando sobre fibra sensible, que en cualquier momento puede suceder que… zasca! Calambrazo! Ves la estrellas; todas las estrellas, vía láctea y galaxias adyacentes incluidas. Ha tocado un nervio. Un nervio despistado, que no se ha enterado de que debería estar atontado, como lo están todos sus colegas. El especialito de la camada, el rebelde, el outsider. Gritas, lloras, y si no te zarandeas es porque ¿y si hay otro nervio disidente al lado? Y el tipo, que ni siquiera te pide perdón, continua aplicando martirio hasta que termina.

Eso sí, no alcanzo a comprender como aún no han logrado inventar una herramienta más discreta, quiero decir menos ruidosa, que sustituya a esa que suena como una taladradora eléctrica. Si han inventado un avión silencioso e indetectable, esto no debería ser tan difícil. Vamos, solo es una opinión. 

Pues, retomando el hilo conductor, vuelvo al dentista. Allí que me encontraba, en la sala de espera, junto a mi madre. Apenas otro paciente en la habitación, sentado en los asientos ubicados frente a nosotros. Recuerdo que el hecho de entrar en la consulta era ya intimidante. Aquel olor tan característico a hospital era un puñetazo para tu pituitaria, brusco y a traición, que echaba abajo todas tus defensas como el tsunami de Japón anegó todo lo que encontró a su paso. Las consecuencias de este impacto se dejaban sentir de forma inmediata en tu organismo. Notabas como tu cuerpo iba sufriendo cambios, se te iba acongojando, echándose para atrás.

El rato largo de espera solo era la confirmación de que, efectivamente, estabas a punto de entrar en una especie de sala de tortura medieval con hilo musical, en un Abu Ghraib con aspecto de consulta médica. Los gritos del paciente martirizado en aquel momento era fiel testimonio de tan fundados temores. Los distintos ruidos de las maquinitas infernales que manejaba el diestro eran una evidencia más de lo que te esperaba. Mi madre, impasible y seria, solo señalaba que me portara bien cuando estuviera dentro. Supongo que le era imposible ponerse en el lugar de aquel crío de 10 años. Lamentablemente, su discurso tenía el mismo efecto tranquilizador que el de un verdugo tratando de convencer al reo de “esto no va a ser nada”.

“Ya eres un hombrecito, así que compórtate como las personas adultas”. Ya estamos con lo de siempre. Sí, si uno trataba de estar a la altura de las circunstancias, pero es que…

“Todos los niños vienen al dentista y se portan bien”. Eso sí que no colaba. Pensaría mi madre que las visitas médicas los niños las mantenemos en secreto, como el que guardaban los inquilinos del edificio de “Delicatessen” o el Área 51 del ejército norteamericano.  

“No me vayas otra vez a poner en evidencia”. Qué podía importarme a mí su escarnio cuando era mi integridad física la que iba a ser impunemente masacrada. Y para más inri, con su consentimiento.

La boca se me iba secando poco a poco. Alteraciones gastrointestinales de distinto tipo e intensidad comenzaban a hacer su aparición. Y la respiración. Sobretodo la respiración!. Puedo recordar perfectamente aquella respiración. Inhalación por inhalación, exhalación tras exhalación. Como la de Darth Vader con vegetaciones, como la de los astronautas de las pelis cuando están en el exterior de la nave. Profunda, intensa, aterrada.

Se abre la puerta y aparece la señorita de la bata blanca (auxiliar de enfermería, hoy día). Vemos salir al paciente, que cabizbajo, pensativo y meditabundo, vuelve a recobrar su libertad. No se digna a dirigirnos la mirada, compungido como Tito y Piraña cuando murió Chanquete, solo tiene su atención centrada en la puerta de salida. Y abandona la consulta vapuleado, como Rocky Balboa; peor, como el policía que tortura el Sr. Rubio en “Reservoir Dogs”. 

Mis pupilas están dilatadas, mi corazón bombea como un mecanismo pasado de rosca, el control de esfínteres está a punto de ceder a la presión interior, y la respiración continúa igual de profunda, pero ahora se acelera.



No ha abandonado la arena de la palestra el último púgil, cuando se escuchan las sobrecogedoras palabras:

“El siguiente”

Juego con la posibilidad de que ese sea el tipo de enfrente, pero la sombra de mi madre a mi derecha levantándose de su asiento me indica que el desgraciado soy yo. Me coge de la mano y la acompaño rezagado. Intento comportarme de una manera mínimamente digna, pero las piernas casi no me responden, aparte de que, bastante tengo ya tratando de impedir que mi fisiología se descomponga. 

Cuando entramos en la sala el corazón salta y brinca dentro de mi pecho como un pez recién sacado del agua. La visión del sillón de tortura y todo su instrumental causa estragos en mi interior. Miro al odontólogo y ahora creo que le encuentro un lejano parecido con Michael Madsen (Sr. Rubio), solo que en bajito y con bata.

Me saluda, me pregunta como estoy, y me sigue dando charla en un vano intento por tranquilizarme. Yo ya he entrado en modo piloto automático: solo puedo atender al sillón y las armas de aquel sádico. 

Me siento. La auxiliar me prepara. Mi madre permanece en la sala junto a mí. Todos se cierran en derredor mía, como en un corrillo. El dentista me ordena abrir la boca. Comienza a tocar dientecitos y empieza con los primeros ejercicios de calentamiento: esos golpecitos en los dientes con algo metálico, que duelen moderadamente pero no dejan de ser un preludio del padecimiento que se avecina. Él facultativo sigue observando, o eso creo, porque yo ya tengo los ojos cerrados y bien apretados. Pasan los segundos, se alargan como si fueran minutos. Solo estoy a la espera de la sentencia que dicte el juez. Boca seca, mandíbula casi desencajada, cuerpo rígido, manos prensando, estrujando, los brazos del sillón,… “Aquí tenemos un problemilla”. Uf! Mal vamos. El veredicto es inminente.

“Esta muela va a haber que sacarla”.

Se ha dictado sentencia. Los asistentes coordinan un sutil movimiento envolvente en torno a mí. Permanezco inmóvil, petrificado. Mi cuerpo se prepara para la acometida. Antes de darme cuenta me ha está inyectando la anestesia. Ha sido un pinchazo intenso, hiriente, como si estuviera atravesándome la encía con un punzón del 9. Se me escapa un alarido seco y algunas lágrimas asoman por la junta de mis párpados. Pero continuo quieto, aferrado a los brazos del sillón, porque es lo único que puedo hacer.

Un momento: ¿Lo único que puedo hacer?

Abro los ojos y observo que el odontólogo se ha vuelto para empuñar su nueva arma de martirio. En ese momento mi madre está conversando con la auxiliar de algún tema banal. Y entonces lo veo claro. ¡Ahora o nunca! Suelto los brazos del sillón, me incorporo y con un ágil salto (como el que solo puede dar un niño despavorido de 10 años) me escapo del sillón. Auxiliar, médico y madre asisten incrédulos a la escena. Para cuando reaccionan ya he alcanzado la puerta. No tiene cerrojo y afortunadamente todavía no se habían inventado los cierres integrados en el pomo. Lo agarro con fuerza, como Escarlata O’Hara apretaba aquel puñado de tierra al final de “Lo que el viento se llevó”. Lo giro y abro la puerta, solo centímetros antes de que mi madre logre alcanzarme. Y corro. Huyo. Huyo. Huyo. Con la anestesia haciendo efecto, sin encajar aún bien la mandíbula, con los ojos húmedos, pero liberado.

Atravieso la sala de espera como una exhalación. El cierre de la puerta de salida no debería ser un obstáculo serio, puesto que ya fue minuciosamente estudiado por este reo. Mi madre me persigue, la auxiliar detrás de ella, el médico tras la auxiliar. Lo estoy consiguiendo. No puedo imaginarme la cara de sorpresa del paciente que aún estaba en la sala de espera ante tal espectáculo. Eso es escapismo y no lo que hacían Houdini ni Copperfield.

Abro la puerta de salida y justo tras cruzar su umbral, noto el zarpazo de mi madre que me peina el cogote, que me roza el cuello de la camisa. ¡Pero no me alcanza! Y corro, corro como si me persiguieran Jack Nicholson en “El resplandor” y Hannibal Lecter cabreados, como Forrest Gump compitiendo contra los protagonistas de “Carros de fuego”.

Escucho a lo lejos al doctor decirle a mi madre “Mercedes, por Dios, otra vez lo ha vuelto a hacer. Otra vez se ha escapado”.

Estoy libre. Aquella era la última oportunidad que tenía mi madre. Ahora, pasillo adelante, soy como Alonso con el bólido de Vettel. Imbatible. Imparable.


Pero...

De pronto, abro los ojos. El foco de luz del sillón sigue deslumbrándome. Despierto de mi ensoñación. Siento las lágrimas secándose alrededor de mis ojos. Noto las manos de mi madre agarrándome el brazo. Las de la enfermera, por detrás, sujetándome por los hombros. Sigo sentado en el sillón, aferrado al brazo del sofá, sabiéndome inmovilizado para intentar escapar. Y en ese momento, dentro de mi cabeza, sucede algo insólito.

Empiezo a pensar en las anteriores veces que logré evadirme, y me pregunto por el sentido que tiene hacerlo. Es más, me inquirí a mí mismo (en silencio, lógicamente), me dije algo así como “Pero tío, tú que eres ¿Un hombre o un melindres? ¿Un tío o una sabandija? Afortunadamente no me respondí lo que se hubiera dicho Felipe, el amigo de Mafalda. No, muy al contrario, seguí avanzando en ese discurso. Continué pensando que alguna vez tendría que afrontar aquella situación, aquel mal necesario, dado que las características de mi dentición apuntaban a que aquella no sería mi última visita. Y lo más importante. Me lo fui creyendo.

Me parece que no disponía en mi memoria de ningún antecedente de aquel comportamiento. Pero estaba ocurriendo. Allí estaba, cautivo y desarmado, pero hilando un discurso que sería transcendental en mi vida (aunque no tuviera ni idea en aquel momento).

Y lo hice. Decidí no huir. Decidí asumir lo que tocara estoicamente (tampoco tenía ni idea de quienes eran los estoicos en aquel momento). Me convencí de que era necesario afrontar aquel daño.

Y dolió. Dolió como tantas otras veces. Pero lo soporté. Lo encajé. Y duró mucho rato, demasiado… como siempre. Pero ya no había marcha atrás. Ya estaba decidido. Y lo había decidido yo.

Al terminar la faena, recibí las felicitaciones del diestro y resto de la cuadrilla por mi buen comportamiento. Al salir a la calle notaba la cara como si me la hubieran apaleado una pandilla de skinheads cabreados, pero había algo dentro que había cambiado. Sentía una extraña sensación, positiva, que tardaría años en poder identificar. Quizá la palabra que mejor pueda definirla sea una que leía en las novelas infantiles y tebeos de la época: ufano. Me sentía ufano, con una extraña sensación de  satisfacción, la satisfacción del deber cumplido o algo parecido.

En el fondo, lo que había logrado era ser capaz de doblegar mis instintos más básicos. Aunque suene a final épico de película americana, acababa de nacer mi voluntad. 
           
No, no se trataba de que a partir de aquel momento pudiera decidir fríamente en cualquier situación ni que siempre lograra que mi voluntad prevaleciera por encima de emociones más básicas. Pero aquel día me demostré fehacientemente algo que antes no sabía: que era capaz de hacerlo.





“A partir de cierto punto en adelante no hay regreso. Es el punto que hay que alcanzar”
                                                                                                                                                            Franz Kafka                                                                  

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